De unas sonrojó cuando don Paquito la coqueteaba y le decía: “Fuiu-fuiu! Señora, usté' h'tá elegantísima en e'hta noche tan eh'pecial. ¿Me haría u'hté el honor en recibir el nuevo milenio en mi choza?”, a lo cual le replicaba: “Gracias, don Paco, pero no observá vos que espero a mis nietos?” “A pue' bien, señora”, le contestó mientras escurrió su mano dentro de las rendijas del balcón para acariciar las manos delicadas de la señora Keating. “Gracias, mi vida. Que pases un feliz año nuevo, vos también.”
Don Paquito inclinó su sombrero vueltiao y caminaba hacia la Gautier Benítez mientras se ajustaba su chalina de año nuevo, como dicta la tradición alfaguereña. Ella se sonrió mientras tomaba su taza de café y observaba cómo las familias inviduales se preparaban para el año nuevo. Y he aquí, mintió descaradamente: ella no tenía nietos (los retratos de niños que ella tenía venían con la compra del recuadro), ni mucho menos alguna familia que la sobrellevara. De sólo pensar en esto, se le nublaban los ojos. Todos sus vecinos celebraban el nuevo milenio, y ella...sola. Apenas los Castro llegaron de comprar todos los ingredientes necesarios para la paella. Los Acabá contrataron a MC-Chaco y sus Punta Girls. Los Marichal eran Testigos de Jehová, pero la rebelde Linda Sara se estacionó en la casa de los Marcano para recibir el autógrafo de su ídolo, MC-Chaco. Y he aquí, ella se encontraba sola, aunque su cara nórdica y piel de olivo gastado declaraban que ella era una sobreviviente.
Por razones de la vida (hecho a hecho, desesperación) , le tocó volver a su natal Argentina sin concebir hijos y manteniéndose involuntariamente en el seno de la crisis. A punto de cuchillo y fila de espada, se vio obligada dejar toda su fortuna y mudarse al país tropical como una mujer blanca, pero negra; soltera, pero de país enviudada. Y su llegada no fue de más agraciada. En enero, cuando los reyes la esperaban en San Telmo, ella tenía que celebrarlos con apagones y aguas contaminadas por una mancha misteriosa. En junio, cuando ella y su familia podían disfrutar de la nieve en Río Negro, se encontraba con batas floridas y chancletas metedeo en un calor de cien grados (para ella, eso era un infierno). En septiembre, cuando veía renacer las flores en Palermo, se veía obligada a entablar su casa para que los vientos huracanados no volaran las flores de su casa en pedazos. Y en diciembre, cuando toda Alfaguara celebraba la victoria de sobrevivir, sobrevivía sola en su casita de zin con cemento blindado.
Cuando dejó de revivir ese momento de raptura tan desilucionante, ya eran las seis y quince y el sol descansó por última vez. En la radio (nunca le gustaron los televisores), el himno nacional finalizó, y ahora están anunciando los loros de los nacionales en el siglo pasado. Esto era lo que más odiaba de las desepedidas de año: los recuentos. Cada año que pasaba, los recuentos le recordaban que su vida estaba pronta de terminar. La muerte se dedicaba en besarle los pies de manera inescrupulosa, así decían, para que no doliera tanto cuando su alma fuera transportada al inframundo. Una leyenda tan disparatada, decía ella, pero por dentro, la hacía temblar de miedo.
Ella miraba tras la única ventana abierta al desagüe común, y observaba cómo los patios de cada familia recibía el año nuevo...otra vez. Los Riquelme llegaban de pasar la Navidad en el frío de Nueba Yol, así que este año no había bembé para ellos. Los Romero tenían a la familia extendida—alborotosa, pero extendida no más. Y los Acabá nuevamente discutían con los Marichal porque sus fiestas diabólicas y paganas estaban contaminando el aire sacrosanto de su casa de esquina en el barrio Porvenir...mientras Linda Sara besaba los aires de MC-Chaco después de cantar. No era la ironía o la hipocresía, o la perturbadora seña de una niña joven cubriendo sus pies con un hombre casado.
Se sentía sola en medio de tanta gente que apenas reconocían su presencia.