El hijo mayor, quin volvió de Chipre en negocios, autorizó tras sus espaldas a una pareja bastante joven y atormentada. La madre no dejaba de gemir, y el padre no cesaba en preocuparse. Rogaron y rogaron a él para encontrar una posada, pero todas estaban llenas por la impunidad del censo. Hace tiempo que el esposo no venía a Belén, decía—se sintió con cierta quimera ardiendo en el alma cada vez que veía una casa dilapidada, u otra casa convertida en un semillero de estiércol. Conocía al muchacho—la última vez que lo reconoció, apenas había nacido, y nunca pudo ir a la fiesta porque su padre se mudó a Jerusalén. Pensaba que era una distracción, pero ¿qué podía hacer si verdaderamente se encontraban en tremendo aprieto? Mas en ese mesón, brillaba una luz.
Era una luz tan pura que los mismos ángeles no podían acercarse sin permiso divino. Era una luz que reflejaba en su vientre, que tan solo el espiritual (y no el simple fariseo) lo podía acercar. Esa luz eliminaba el olor más pútrido, más insípido, que cuando el hijo de la viuda reaciamente les permitió hospedarse en en el hollo, aquella luz hizo el trabajo de llamar a los animales y limpiar la paja donde se recostaría la esposa. Él no los llamó, pero a él no le importó. Ni se lo dijo a la madre, pues su luto no la dejó pensar. Pero se quedaron allí.
Recordaron las exigencias de Isaías. Recordaron las exigencias de Jeremías. Recordaron el llanto, la amargura, el trago amargo de dignidad y el soporte del uno al otro. La virgen concebirá, siempre escucharon. Y dará a luz un hijo, la novia siempre se preguntó la lógica de Isaías. Y se llamará Emanuel, ¿pero qué va con el nombre de José o Zacarías o Nehemías?, preguntóse el novio.
De los ojos de la novia brotaron lágrimas. Las primeras lágrimas eran amargas. Las segundas eran saladas. Las terceras sabían a gloria, y el novio agarraba su mano izquierda con la de ella, y la derecha le limpiaba las mejillas. Cortó sus faldas con un cuchillo, respirando suavamente con ella. ¡Qué hombre tierno!, nunca atendió un parto en su vida, pero él la ayudó con tanta delicadeza que todos quien apreciarían a los enamorados mencionarían que ese niño nacería en cuna de oro y criba de amor. Pero hubo un problema con esa aseveración: el niño no era de él, ni era de ella—pues, ¿de quién, si comoquiera la gente se olvidaría de tan grande suceso que ha de acontecer? ¿Quién dijo que de una banda de pobres no nacería algo con gran valor?