Cada puje traía memorias amargas de ese proceso para ambos. Su corazón se compungía. En su rostro se notó la indignación convertida en depresión. La sonrisa permamente en la cara del novio se hizo indiferencia, y luego en un fruncido de desdicha. De sus mejillas brotaron lágrimas; de sus lágrimas, fluía la culpa de su tez oliva y trigueña. Su sien reveló venas azules, de sangre real. Quería agredir a su aprendiz, pero sacó las garras de su divina fuerza de voluntad para no hacerlo. Imaginó las piedras volando sobre el vientre de su novia, complementado con señas, profanidades, males de ojo y malas miradas. Veía los túneles azules ensangrentados por los latigazos en sus espaldas. Veía en una colina una cruz. Todo en el Nombre de Quien tood lo cumple. Todo en el nombre del Yo Soy de los sábados.
El novio recordó la noche cuando cerró la puerta de sus frustaciones y se encerró a llorar. Sin saberlo, dos ángeles del cielo recogieron sus lágrimas en cestas de oro. Tantas fueron las lágrimas que derramó que se quedó dormido en profundo sueño. Y he aquí: cuando el novio soñó que estaba arrodillado en un blanco vacío. Había un cántaro de vino con un cuchillo de corte primitivo encima de una mesa de cedro del Líbano, sus ojos mirando a una María en uan corte de divorcio volcánica frente al Sanhedrín. Mas sumido en profundo dolor y sueño fue un ángel y le besó la frente. “No temas tenerla por mujer”, decía, “porque lo que en ella es egendrado, del Espírito Santo es.” Delicadamente lo tomó de la mano y lo levantó. Y entre sus brazos, le abrazó. Recibió sendas fuerzas. Recibió una sonrisa profunda. Por primera vez desde que recibió el abrazo de su primo, sintió apoyo. Y aquella gloria fue tan fuerte que el demonio que trató de atormentarlo desvaneció de aquel lugar.